El amigo ario de Jesse Owens

  • Por:karen-millen

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11/2022

Berlín, 1936

El estadounidense Jesse Owens y el alemán Ludwig Long disputaron una de las finales más espectaculares en las Olimpiadas de Berlín

Alfonso González Quesada

Medios técnicos sin precedentes, perfección organizativa e infraestructuras fastuosas hicieron de los Juegos de 1936 un éxito rotundo para Hitler. Pero, a pesar de que Alemania desbancó a Estados Unidos en el primer puesto del medallero, la estrella de los juegos fue Jesse Owens, el atleta negro que, con sus cuatro oros, puso en entredicho la supremacía racial aria.

Desde que el equipo norteamericano se instala en Berlín, periodistas y fotógrafos centran su atención en Owens. Nadie ha olvidado su proeza del año anterior en Michigan, cuando en una tarde pulverizó tres récords mundiales. De las muchas fotografías de Owens durante aquellos juegos, tres son de interés para esta historia, y todas corresponden a la competición de salto de longitud. En ellas comparte protagonismo con otro saltador, el alemán Ludwig Long, más conocido como Luz Long.

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La segunda instantánea capta la afectuosa felicitación de Long a Owens, justo después del salto de este que sellaba su victoria. El ario ha sido el primero en abrazar y estrechar la mano del negro ante las cien mil almas que abarrotan el estadio. La efusividad de Long no pasa inadvertida a Hitler, quien ha seguido atento el desarrollo de la final. Un duelo emocionante e igualado hasta que Owens, en su último salto, ha volado más allá de los ocho metros, para fijar un récord olímpico que nadie superará hasta los juegos de 1960.

La tercera fotografía retrata a nuestros protagonistas tras la ceremonia de entrega de medallas. Se miran afablemente mientras caminan cogidos del brazo hacia los vestuarios. Poco antes, en lo más alto del podio, Owens escuchaba el himno de su país, al tiempo que Long hacía el saludo nazi.

Las tres fotografías revelan una comunión inusual entre rivales, aunque ejemplifican el espíritu de concordia y respeto entre naciones y razas, tan propio del movimiento olímpico como ajeno a los jerarcas del país que ha organizado esos juegos.

Los caminos se separan

El amigo ario de Jesse Owens

Cuando la llama olímpica se apague en Berlín, ambos atletas no volverán a verse. El destino que les aguarda es bien dispar. De vuelta a casa, el afroamericano pronto comprobará que la segregación racial dificulta su vida. Así sucederá, por ejemplo, en el Waldorf Astoria, el lujoso hotel neoyorkino donde se celebra la recepción en honor a los medallistas norteamericanos y al que tiene que acceder por una puerta de servicio.

Owens abandona el atletismo. No tiene suerte en los negocios, y durante un tiempo sobrevive luciendo su velocidad felina en espectáculos ridículos contra perros y caballos. Mucha peor suerte corre Long, quien, al estallar la Segunda Guerra Mundial, es movilizado y enviado a Sicilia, donde muere en 1943 a los treinta años de edad.

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Aquella acción despertó en él una profunda admiración hacia el alemán. Owens explica que, a pesar de los pocos días que coincidieron en Berlín, surgió entre ellos una amistad sincera, fraguada en las conversaciones que mantuvieron en la villa olímpica –en las que salió a relucir la política racial de los nazis–, y fortalecida luego a través del contacto epistolar. En la última carta que recibió, ya durante la guerra, Owens dice que su amigo presentía la muerte y le pedía que, acabado el conflicto, buscara a su hijo para contarle qué tipo de hombre había sido su padre.

Un icono del fair play

Las revelaciones de Owens, hechas más de un cuarto de siglo después de los juegos de Berlín contribuyeron a reinterpretar tanto el papel de Long en la competición como su trágico final. Se construyó, así, un relato en el que el alemán, guiado por su deportividad y ajeno a cualquier prejuicio racial, habría desafiado doblemente al régimen nazi, ayudando a la que era considerada una raza inferior y contribuyendo a privar al Tercer Reich de un triunfo olímpico.

Dos ofensas lo suficientemente graves como para que Long perdiera su favor, cayera en desgracia y fuera enviado al frente al estallar la guerra, donde su muerte sería un acto de venganza ejecutado por los aliados, pero urdido por los nazis.

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Por otra parte, hay ciertas inconsistencias en el relato de Owens. La más llamativa tiene que ver con la correspondencia que habría intercambiado con Long. No solo porque no haya constancia de carta alguna del alemán, sino porque desde que se desató la guerra, la posibilidad de su envío fue más que remota, si se tiene en cuenta que el régimen de Hitler prohibió todo contacto postal con países hostiles a la Alemania nazi.

La palabra del hijo

En 2015 Kai-Heinrich Long publicó una biografía sobre su padre. El fruto de su concienzuda labor de recopilación de documentos y testimonios permite deslindar los territorios de la verdad y la leyenda. Así, la obra asegura que la medalla Pierre de Coubertin, otorgada a Long por el Comité Olímpico Internacional, no es más que una bonita invención.

El hijo de Long desmiente que el famoso abrazo a Owens causara a su padre ningún perjuicio tras los juegos. El alemán siguió su vida con normalidad. Se graduó en Derecho y ejerció como abogado, al tiempo que competía al más alto nivel. En 1937 consiguió la mejor marca de su carrera, al establecer un nuevo récord europeo en salto de longitud. Al año siguiente ingresó en las Sturmabteilung (las famosas SA, las milicias nazis), y dos después en el partido, lo que descarta que el régimen viera en Long a un desafecto.

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En la crónica antes aludida, Long también explicaba que, tras felicitar a Owens, este le contestó: “Me obligaste a dar lo mejor de mí”. La gratitud contenida en esa frase bien podría haber empujado a Owens a fabular, como homenaje póstumo a su mejor rival y amigo, una bella leyenda.

Este artículo se publicó en el número 641 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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