Conversaciones con el leñador

  • Por:karen-millen

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03/2022

TXEMA RODRÍGUEZ

A los tres años ya sostenía un hacha y a los cinco tenía suficiente destreza para exhibir en público su don, el de cortar troncos, que le ha llevado a ser el mejor en un deporte, como tantos otros, hermoso y desconocido. Es un aizkolari (en euskera, persona que maneja un hacha). Y, como cuenta él, era bastante probable que lo fuera, al igual que su padre, su madre y también sus tíos maternos. «La verdad es que no he visto otra cosa, toda la familia, es normal que mi primer juego fuera cortar cosas». Es el campeón absoluto más joven de la historia, el último fue Martin Garciarena en 1950; subcampeón mundial y también el hombre que menos tiempo ha empleado en cortar 14 troncos: 26 minutos y 46 segundos. La anterior marca estuvo en posesión de Donato Larretxea durante un cuarto de siglo, empleó casi un minuto más que Iker Vicente. En los meses de confinamiento se preparó a conciencia y organizó para la ocasión un evento benéfico, cuya recaudación fue destinada a la investigación sobre el coronavirus.

En este deporte apenas hay profesionales, «dos o tres», dice. «Es muy difícil, cada uno se tiene que ir sacando las castañas del fuego, buscando patrocinadores o exhibiciones». Tampoco las apuestas ayudan mucho, como ocurre en otras especialidades. «Antes se jugaban hasta el caserío, y ahora pueden llegar hasta doce mil euros, pero al que corta los troncos no le invitan ni a un café». Tiene 23 años y una pequeña nave en la que entrena. Parece un gimnasio de toques rústicos. En la parte superior unas grandes fotos muestran algunos momentos estelares de su padre, incluso con una motosierra de grandes dimensiones. También hay ropa usada en competiciones, bufandas, trofeos y logotipos de patrocinadores. Corta dos días a la semana, otros dos los dedica a correr y otro par a la musculación. Esto es una mezcla de fuerza, resistencia y técnica y, en contra de lo que parece a simple vista, no es nada sencillo.

Cortó 14 troncos en menos de 27 minutos en un evento benéfico para investigar sobre el Covid

Para manejar el hacha has de conocer muy bien la madera, casi siempre de haya, «que puede ser blanda o muy dura; hasta que no das el primer golpe no sabes a qué te enfrentas». Puedes ir cambiando de herramienta en función de las dificultades. En las competiciones, explica, siempre se dividen los lotes entre los participantes de forma que a cada uno le corresponda un reparto equitativo de las partes del árbol, ya que la copa es de madera más tierna y la base resulta más dura. Suelen tener entre 40 y 45 centímetros de diámetro y se han de calcular muy bien los ángulos del corte para que coincidan por ambos lados al llegar al centro, donde se parte. Cuenta estas cosas con un hacha en la mano. Tiene un centenar y las compra en Australia, a 500 euros la unidad. Los mangos se los hace aquí, y el afilado también. Cada árbol tiene el suyo y cada pieza de acero su personalidad, «las conozco todas, no es que les ponga nombres ni nada de eso, pero las reconozco por las marcas que les pongo de colores y por el año». En la pared hay tres sujetas con unos clavos. Tienen las hojas partidas.

'Uno de los nuestros'

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Vivir en un lugar pequeño y alejado tiene sus pegas. Los estudios, por ejemplo. Llegado el momento, a los 17, al terminar la Secundaria, «me tenía que ir a Pamplona a estudiar, pero ya estaba cogiendo nivel, así que les dije a mis padres que quería probar a tope durante un año a ver qué pasaba». Y lo que ocurrió es que a los 18 se proclamó campeón de Navarra y a partir de ese momento comenzó una carrera que le ha llevado hasta donde está, a un lugar que no cambia por nada. «Esto me gusta y ,aunque no me dedicara profesionalmente a ello, también lo haría, no lo cambio por ningún otro deporte, ni por dinero; es lo que yo soy y lo que me hace feliz».

Es fin se semana y el aparcamiento está lleno de vehículos. Los turistas paran en los puentes a hacer fotos. Y junto a los balcones rebosantes de geranios. Una pareja de franceses sestea en las escaleras de la iglesia, bajo una placa donde se recuerda a un misionero jesuíta bautizado aquí, Juan Esandi, que «fue degollado por los moros de Mindanao» en 1768.

Iker se ha comprado una casa y la ha transformado en establecimiento turístico. En Ochagavía no hay demasiado en lo que trabajar y la belleza del pueblo y de los bosques cercanos atrajeron hace mucho a los turistas. Aprovechó que una vecina al morir dejó su vivienda en herencia a unos familiares que viven en el extranjero y no estaban interesados en quedársela. Es hijo único y por ahora no quiere nada serio con las chicas.

Junto a la nave almacena cada año 50 toneladas de haya, las que usa para entrenar. Se las dan a cambio de lucir publicidad de los bosques que atraen a tantos visitantes al valle del Salazar y la cercana Selva de Irati. Los troncos están cubiertos con paja para que no se sequen. Iker toma una motosierra y prepara uno con destreza, le quita la corteza, lo cargamos en el todoterreno y subimos por una de esas pistas que solo conocen los del pueblo hasta un camino de tierra que se adentra en el mar de árboles descomunales. Columnas que se ondulan y filtran la luz.

Hablamos de Australia, donde se pasa tres meses al año compitiendo y donde tiene un amigo que es como un hermano, de la relación con la tierra y las raíces, de cómo a veces en los mundos pequeños se aparecen territorios inabarcables. Cuenta Iker que en este mundillo todos se conocen, compiten unos contra otros en torneos y exhibiciones y luego comparten una comida o una cena. Es alguien elocuente: «Mis rivales son mis amigos».

Le explico que la culpa de que estemos aquí es del escritor John Berger y de un pasaje de una de sus novelas, 'Una vez en Europa', donde escribe: «Cuando el hacha entra en el bosque, los árboles dicen: ¡Mira, el mango es uno de los nuestros!». Se ríe. Se queda un rato pensativo. Son cosas de la gente que nos dedicamos a contar historias frente a aquellos que se dedican a vivirlas. Iker no es muy dado a las metáforas. «El monte es como las personas, en los hayedos, si no quitas a los viejos, su sombra hace que no puedan crecer los jóvenes; haciendo eso siempre tienes un bosque. De la otra manera, si no cortas, se pudren, se mueren y no tienes nada. Pero, oye, la frase esa que me has dicho es muy buena, me gusta mucho».

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