La vida después de la muerte

  • Por:karen-millen

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07/2022

En esta ciudad capital la negación colectiva ha inundado las calles

Con el dato imposible, pero oficial, de que los adultos han sido totalmente vacunados, la gente pone a prueba su inmunidad y festina el fin de un virus que no se va y que acecha con la cuarta ola.

TEXTO Y FOTOS: FRANCISCO ORTIZ PARDOLa vida después de la muerte La vida después de la muerte

A las 17:35 horas del sábado 23 de octubre, el José Martí de bronce aparece ninguneado, como “mudo testigo” del ambulantaje, a las afueras de la estación del Metro Hidalgo, cercana a la Alameda Central. Justo al otro lado de la histórica arbolada, la muchedumbre vuelve a convertir el cruce de la avenida Juárez con el Eje Central en el mayor paso peatonal de América Latina.

Si no fuera por el uso del cubrebocas –tan desdeñado por las autoridades sanitarias federales a lo largo de 19 meses justos y unos 600 mil muertos reales, lapso en que terminó por ser considerado un accesorio de gente egoísta– se diría que, efectivamente, aquí no ha pasado nada. Tanto en los vagones del Metro como en las calles, ocho de cada 10 personas usan mascarillas, no siempre como se debe, la nariz de fuera y en algunos casos la tela como cobertura de la barbilla.

Por la calle 5 de Mayo retumba el reguetón. Ni el chubasco que ocurre una hora después amaina los ánimos del regreso a las calles, la luz verde que libera de culpas, euforia que forma una larga hilera de paseantes sobre la acera de lo que fue San Juan de Letrán en busca de una preciada bolsa de churros de El Moro, o que se manifiesta en los ecos que escapan a los callejones del Barrio Chino por las portezuelas de bares y cantinas tradicionales. Allí, en Dolores, los chilangos se vuelven autos chocones debajo de los paraguas decorativos y la iluminación de foquitos, que además de esquivarse entre sí, deben sortear los puestos ambulantes y las improvisadas terrazas de restaurantes que se suponían temporales y ya se han quedado devorando el espacio público.

Una tenue luz ilumina desde lejos los rostros de una mujer y un hombre semi inconscientes, fantasmagóricos en la penumbra, encuevados en el borde de un local comercial a unos metros de la esquina de Bolívar y Uruguay para quedar a salvo de la intemperie en que se remojan sus zapatos viejos con sus aceites y con su miseria, invisibles a los ojos de los que pasan por ahí. ¿Qué tanto más puede valer la vida después de la pandemia?

Frente al Palacio de Bellas Artes, tres payasos con maquillajes mal trazados, léperos sin censura alguna ante decenas de niños que se concentran alrededor con sus familias, provocan risas más por la necesidad del público de reír que por su ingenio de comediantes. En la luna menguante formada por los espectadores, a un costado del monumento a Beethoven, no existe la distancia social y los codos se vuelven a estrechar. Una extraña escena aparece entre mujeres personificando catrinas y policías montados en sus caballos con uniformes de charro: de un par de transportadoras salen dos conejos robustos a un breve prado para ser acariciados por los niños.

En la Pastelería Ideal ha pasado adelantada la noche de los difuntos y en el sobrado inmueble con dorados candelabros garigoleados y su barra de despacho de mármol, resaltan las calaveritas de azúcar de todos tamaños y colores en las vitrinas, en contraste con las mesas desérticas donde quedan solo migajas tras el paso de los clientes, que se llevaron todo el pan de muerto posible.

La vida después de la muerte

El regreso de los mimos y el danzón

El anuncio –sin suficientes matices de alerta– por parte del gobierno capitalino con respecto al cambio de semáforo epidemiológico de amarillo a verde a partir del lunes 18 de octubre, precipita que desde el día anterior el festejo en Coyoacán sea tumultuoso. Su Centro Histórico, sitio de leyendas, personajes y tradiciones, es desbordado efectivamente por miles de paseantes. Lo mismo quienes se acomodan, entre las jardineras con sus ratas, o en el adoquín, a ver el espectáculo de mimos y payasos frente al kiosco, que los comensales del mercado de Xicoténcatl, arremolinados por momentos en los pasillos donde hombres y mujeres aparecen repentinamente sin cubrebocas, entre las ondas musicales de Los Ángeles Azules, y producen sobresalto a los más precavidos. Frente al viejo galerón donde se vende la Frida Kahlo omnipresente en bolsas, muñecas y alfarería, una marca industrial usa el espacio público con el pretexto del Día de Muertos, en un módulo con calacas multicolores donde ofrece probar su “café de olla”.

En el local principal de El Jarocho, el afamado café de Coyoacán, se forman esta tarde de domingo dos largas filas que suman unos 80 clientes, que obviamente no procuran la distancia social; lo mismo ocurre en el acceso al mercado de artesanías, en la calle Felipe Carrillo Puerto, que separa las dos plazas públicas por donde transitaban cientos de personas, sobre todo familias y parejas. A las afueras de restaurantes tradicionales como El Morral, grupos de personas permanecen a la espera de que les asignen mesa, mientras por la estrecha banqueta vendedores ofrecen, cara a cara, un sinfín de cosas a los turistas.

Dos semanas después, en otro Centro Histórico colonial y sureño, el de Tlalpan, los danzoneros han vuelto acompañados de La Catrina y sus clones. Tremenda coincidencia tras el dolor sufrido por sus compañeros muertos. Antes de la desgracia, de todas partes de la alcaldía, incluso allende sus límites, 120 parejas llegaban a la plazoleta frente al edificio municipal, a cuyo ancho se extiende hoy una colorida y aromatizante megaofrenda que rinde tributo a los pueblos originarios de Tlalpan. Álvaro y Yolanda se trasladaban desde los rumbos de Fuentes Brotantes, en la colonia La Fama, que así se llama porque hace tiempo hubo en aquel terruño una fábrica de textiles.Desde que comenzó la “cuarentena”, la vida de ellos fue alterada por la pena adicional de no poder bailar más en la plaza central. Fue entonces cuando se refugiaron en el cercano Parque Cuauhtémoc de la colonia Toriello Guerra, con otras dos parejas, bien cubiertos con mascarillas y caretas. “Algunos han muerto por el coronavirus, unos diez de los que bailaban allá”, se lamentaba Álvaro entonces.

Vendedores de frutas y verduras se alternan el espacio. Del cuello de los marchantes de los locales fijos parecen surgir los mostradores que quedan suspendidos en el aire invadiendo un palmo de la acera; mientras otros ocupan un recoveco en las esquinas, camuflados por los huacales, casi como para ser descubiertos en un juego de azar. Y sin embargo aquellos que son tímidos tienen mucha más clientela que los marginados que han quedado a tres cuadras contemplándose desde tres esquinas con sus armatostes retacados y decorados de rojo jitomate, de blanco cebolla, de naranja zanahoria y de verde limón. Pese a la inflación al alza, los precios de todos ellos sorprenden cuando se comparan con los del mercado cercano, uno de los más tradicionales de toda la ciudad: Kilo de guayabas a 20 pesos, los plátanos a dos por 20, las calabacitas a 15… Quizás por ello es tan amable el despachador de la fruta al interior del mercado, que no puede igualar las ofertas pero explica con paciencia las cualidades de esa fruta extraña llamada pérsimo.

Allí en el mercado un locatario–solo uno— se precipita a anunciar la época navideña con figuritas de tela de Santa Clós y nochebuenas, lucecitas de colores y coronas de plástico. En la fachada del galerón está todavía la manta con la que se publicitó la romería del Día de Muertos. A doscientos pasos de ahí asoman un poco más las tiendas decembrinas, en el tramo de las tiendas de dulces, desoladas ahora mismo; ya se exhiben colgadas las piñatas de siete picos, los pecados capitales…

En el camino se encuentra a una viejecita solitaria cuya edad octogenaria se revela en los cientos de rayitas dibujadas en su rostro. Ella está sentada en un bote de pintura en el sentido de la calle y no de la acera por donde transitan los potenciales compradores de las agujetas que ofrece sobre una manta colocada en el suelo; retuerce como higuana el cuello a cada minuto, para mirar a los que pasan, posibles adivinos de los deseos y las carencias depositados en su silencio.

Enfiestados en Xochimilco

La negación colectiva sobre los riesgos latentes del coronavirus tiene una expresión propia en los viajeros de las trajineras de Xochimilco, entre los que hay alemanes y rusos, cuando en sus países la cuarta ola de Covid-19 es ya una realidad alarmante que ha obligado a tomar medidas otra vez extremas.

Es el anochecer del sábado 20 de noviembre y en la canoa en cuya arcada colgada de la techumbre luce pintado en rosas y morados el nombre “Viva México”, y que yace trancada en el embarcadero Las Flores, en el pueblo originario de Nativitas, un grupo de jóvenes sentados sobre las tablas regatean los pocos minutos que quedan de luz sorbiendo los últimos tragos de sus cervezas.

Sin percatarse de que en el estacionamiento del embarcadero no cabe un auto más, parece baja la concurrencia. Lo que pasa es que cuando uno se adentra en la navegación comienza poco a poco a descubrir el espectáculo, que se intensifica al cruzar el canal principal de esta zona turística por el embarcadero Nuevo Nativitas. Entonces aparece la vendimia flotante, que además de ofrecer cervezas y alimentos, consta de sencillas canoas donde se cargan las mantas para el frío, los algodones de azúcar para el antojo y las muñecas de trapo para las niñas.

Pero lo que más llama la atención es la cantidad de chavos montados en las trajineras, entre los que hay numerosos menores de edad sin cubrebocas, que obviamente no han sido vacunados. Unos bailotean con el reguetón o con la música electrónica, que se va entremezclando con grupos del mariachi y la banda sinaloense encaramados en los vehículos en que viajan públicos más conservadores.

No va mal la reactivación económica en este lugar, donde supuestamente se trabaja al 40% de la capacidad pero en un recorrido de 60 minutos, cuando comienza la noche, se pueden ver hasta 50 trajineras navegando. Y eso que no es un entretenimiento barato: A pesar de un supuesto “descuento” del 30% de su precio original, la hora de paseo es pagada mínimamente en 350 pesos para dos personas.

En algunos casos los enfiestados van en dos trajineras amarradas, que chocan con otras más, y brincan de una a otra; la algarabía parece hacer eco en el agua, donde la luz de las velas, que también se venden, o la que emiten los teléfonos celulares o las discotecas flotantes con música a todo volumen, ilumina las ondas que se forman por el movimiento de los armatostes. Aquí solo los que reman o los que venden cosas mil son los que usan el cubrebocas.

Dice Armando, el conductor de “La brujita”, que a los canales ya acuden turistas rusos y alemanes, además de los gringos, aunque para él es apenas su segundo viaje desde hace seis horas, cuando “el patrón” ha puesto a trabajar 14 de sus 20 canoas y son 14 los empleados, que deben hacer fila. Una explotación lacerante, donde los trabajadores viven básicamente de las propinas.

Este es un puerto libre en el que se puede subir a las trajineras con botellas de ron, tequila, mezcal o ginebra. No existe a la vista protocolo alguno de Protección Civil, ni nadie que advierta sobre las medidas sanitarias que hay que seguir. La fiesta hace olvidar que en esta ciudad han muerto oficialmente más de 50 mil personas a causa de un virus al que se pretende ahogar en estos canales milenarios.

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